nuestra querida escritora Ángeles Mastretta nos relata muy bien un hecho que alguno de nosotros tristemente hemos tenido que experimentar alguna vez.
me ha parecido, a pesar de lo triste que es, muy emotivo y por eso lo comparto con vosotros.
"Hace tiempo, un mal día, perdí a mi perro. Quizás es un equívoco llamarlo mío, porque él nunca fue de nadie. Según dicen los expertos, son los perros quienes nos consideran suyos. Por eso los entristece nuestra ausencia, son ellos quienes nos pierden a nosotros. No sé, el mío había conseguido embaucarme con su amor delirante y su ciega lealtad al ir y desandar de mis pasos.
Lo quisieron mis hijos cuando tenían doce y diez años. Cuando me resistí a aceptarlo me entregaron todas las promesas del caso: ellos se encargarían de recoger el diario testimonio de su buena digestión, de dormir con él, llamar al veterinario si se enfermaba, rascarle la panza y hablarle al oído como sólo se les habla a los bienaventurados.
Pero mis hijos estaban en la edad de las promesas incumplidas y al poco tiempo yo quedé a cargo del cachorro. Empezó a ir conmigo a la caminata de las mañanas y a dormir largas siestas en mi estudio, acompañando la lentitud y el desorden en que escribo con el compás de su sueño armonioso y tibio. Nos hicimos de tal manera cómplices que una de las veces en que se enamoró, leí a Quevedo cerca de su oído durante toda la semana que tardaron sus penas. Ni entonces conseguí imaginar que podría perderlo por causa de una hembra que lo mal encauzara. Pero ahora no se me ocurre otra cosa para encontrar consuelo que imaginármelo lleno de amores cumplidos reproduciendo su alegría en casa de alguien que se lo robó para usarlo como un apasionado semental. Porque en eso sí era de la familia, le daba por los amores con tal intensidad que perdía cualquier otro interés por el mundo si quedaba a la deriva de su fantasía y su fervor. Yo lo había acostumbrado a ir conmigo al bosque porque se le daba la gana, pero sin correa ni más obligación que la de mostrarse dichoso y libre como debería ser todo el mundo.
Durante años hicimos el mismo camino casi todos los días. Mis amigos se acostumbraron a oírme llamándolo cuando se atrasaba y a verlo aparecer y desaparecer a su antojo sin extraviarse más que a ratos. Por eso es que la mañana en que lo perdí de vista y el mes que tardé en aceptar que lo había perdido del todo, se me hicieron tan largos e inauditos. Durante semanas lo busqué hasta colmar a los demás, lamenté su ausencia hasta que de tanto nombrarlo quienes me quieren empezaron a levantarse de la mesa cuando la evocación se prolongaba. Y dado que uno puede aceptar todo antes que hacerse al ánimo de perder a todos sus cariños al mismo tiempo, evité las remembranzas en voz alta y me propuse mandar al perro de Quevedo al arcón en que se guarda la nostalgia de las cosas y los seres prohibidos al recuerdo público.
Punto: Mañana seguiré con esto de las pérdidas. Porque contar alivia. ¿Verdad Teresa?
Punto y aparte: en Puebla hay un constructor, se apellida Romano, al que le da por echarles cemento a todas las plazas que le dan a remodelar. Y por quién sabe qué terquedad, han caído varias en sus manos. Ahora va con el Paseo Bravo. ¿Cómo haremos para que entiendan los gobiernos que en los parques lo único que se necesita es sanear, barrer y regar?
Punto y seguido: Acuso recibo de que antier no sé qué hice con la letra que no se leía bien el texto. Mis disculpas.
Música para hoy: "Cómo han pasado los años". Manzanero."
vía: www.elpais.com
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